Monday, December 15, 2008

"where it's all white as snow..."


Mientras camino con dirección norte a la estación de St. George, no puedo evitar recordar una frase de James Joyce, que leí por primera vez hace cuatro años cuando nos asignaron Dubliners en la clase de Literatura en inglés. Es la última frase del último cuento, The Dead:

“His soul swooned slowly as he heard the snow falling faintly through the universe and faintly falling, like the descent of their last end, upon all the living and the dead.”

Ayer fue la primera nevada de la temporada en Toronto. Llegó temprano, aunque juzgando por la cantidad de nevadas previas en Aurora, la llevaba anticipando desde hacía buen tiempo. La resaca de la noche anterior cobra vida en el frío, ligeramente más intenso, y en la cantidad de nieve que cubre desde los tejados hasta los barandales y los árboles en los que aún no se ha derretido. Llevo un par de guantes mojados en la mochila: antes de emprender el regreso Andrew y yo nos enfrascamos en una guerra de nieve relámpago. Buen modo de hacer catarsis respecto al rompimiento reciente. Los transeúntes observaban extrañados. Hemos de haberles parecido niños jugando con nieve a la entrada de la biblioteca. Para ellos, la nieve cae sobre todos por igual como lo haría la lluvia, o del mismo modo en el que damos el brillo del sol por sentado. Luego de tantos años, ya no es nada especial. La nieve solo les produce una indiferencia, si no un fastidio, que puede leerse en sus ojos.

Llego al cruce de Bloor y St. George. Bloor es una de las avenidas principales en el centro, y St. George es la arteria principal de la universidad: gran parte de sus edificios, sin mencionar Robarts, la biblioteca más grande con complejo de pavo real incluido (ver foto), están situados en esa calle. La estación del metro se encuentra del otro lado de la pista. Me detengo en la esquina a esperar al semáforo peatonal y al poco tiempo ya hay al menos diez personas más: en la otra orilla otro tanto de almas se preparan a cruzar apenas aparezca la luz blanca. Incluso desde donde me encuentro de pie se lee en sus rostros que este es un día normal, como de tantos otros inviernos. Me pregunto inevitablemente si alguna vez sintieron la emoción que por ahora me invade al ver la nieve, pero las almas pasan a mi lado con la mente en blanco.

Estación de St. George. Se inicia la odisea del regreso. La máquina de tokens acepta monedas para comprar uno, u ofertas de $10 o $20. No acepta billetes de $5, lo cual por lo general me pone en apuros: por algún motivo el funcionario de la caseta desaparece justo antes de que pueda aproximarme a pedir cambio. Felizmente hoy no es el caso, llevo sencillo. Un loonie (moneda de $1) y un toonie (moneda de $2) son suficientes, el precio es $2.75. El token va a la ranura de la entrada y los veinticinco centavos de vuelto a mi bolsillo. Bajo dos escaleras y me dirijo a la plataforma con dirección al este. La ruta que tomo es larga: de St. George, dos estaciones al este, hasta Bloor-Yonge. Luego un transbordo a la línea del norte, donde luego de ocho estaciones llego a Sheppard-Yonge. Un último transbordo a la segunda línea del este y cuatro estaciones más para terminar en Don Mills. Y eso es solo medio camino: una brillante carroza me espera a la salida de la estación para hacer el resto de la vuelta a Aurora, unos veinticinco minutos más al norte de Don Mills. El trayecto en total me toma por lo general una hora, porque gracias al cielo mis horas de viaje no son en hora punta. Al menos no en la autopista.


Desgraciadamente, un jueves cualquiera alrededor de las seis de la tarde es la definición de hora punta en el metro de Toronto. Salgo en medio de un gentío a subir las escaleras para tomar el tren con dirección norte. Como es usual, ya hay gente esperando en la plataforma. Después de mí llega aún más gente, lo que me hace sospechar que viajaremos apretados. Una luz al final del túnel anuncia la llegada inminente del tren: lo bueno de la hora punta es que los trenes llegan cada tres o cuatro minutos como máximo. Lo malo es que, luego de una mirada al vagón correspondiente, me doy cuenta de que no solo se confirma mi sospecha, sino que no se han desocupado demasiados asientos: viajaremos de pie.

Me sostengo de la baranda más cercana a la puerta. Detrás de mí, entre la multitud, hace su aparición una dama treintona de cabello rubio corto, con un perro faldero entre los brazos. La fiebre de los toy dogs hace su aparición en los momentos menos esperados. Inmediatamente detrás de ella ingresa, justo antes de que se cierren las puertas, un hombre desaliñadísimo. Su ropa lleva manchas de pintura de distintos colores, quizás es un artista sin suerte. Al apoyarse en la misma baranda que nosotras alcanzo a ver sus uñas, y un pensamiento triste y cruel vuela por mi cabeza: el perro de la dama tiene las patas mejor cuidadas que él. El tren empieza a moverse. Por unos momentos, el único sonido que invade el silencio es el del tren sobre los rieles, y el murmullo de los viajeros acompañados. De pronto, el hombre se dirige a la dama. Alcanzo a leer la sorpresa en su mirada por un segundo: es evidente que para ella es, también, un perfecto desconocido. La sorpresa se desvanece con la pregunta. “¿Es un Cocker Spaniel?”, dice el hombre, señalando al perro entre sus brazos. Me reí para mis adentros, como lo debió hacer también ella, y quizás también el perro si lo hubiera entendido: a mi parecer, la diferencia entre un Cocker Spaniel y un Yorkshire Terrier es abismal. La dama no demora en corregirlo amablemente, aunque indudablemente algo tensa. Silencio. Daba por terminado el intercambio cuando el hombre preguntó repentinamente por el precio del perro. No sé por qué, hablar de improviso de dinero con desconocidos me incomoda (aunque puesto de esa manera, parece bastante evidente). Esta vez miré al hombre mientras hablaba. Sus dientes estaban oscuros. No di signos de inmutarme. La dama tampoco. Le respondió, y le habló brevemente del criadero en Winnipeg de donde el perro procedía. El intercambio fue breve también, pero esta vez definitivo: no se volvieron a dirigir la palabra en lo que restaba del trayecto común. Entretanto, el Yorkshire Terrier se entretenía lamiendo mis guantes. Una vez en la estación de St. Clair, la dama se bajo del vagón. Aproveché la salida de algunos pasajeros para encontrar un asiento en lo que restaba del trayecto al norte. En mi cabeza daba vueltas el encuentro que acababa de presenciar. Aquí dirigirse a un desconocido es lo mismo que hacer lo propio en Lima. ¿Qué habría pasado por la cabeza del artista para dirigirse a la dama? Solo me quedaba suponer que la curiosidad más pura e infantil.

Sheppard-Yonge. El transbordo final. Me bajo del vagón y subo el ascensor. Este tramo es cortísimo, no demora más de cinco minutos. Un suspiro y ya me encuentro en Don Mills, agotadísima. Los jueves son un día largo, considerando que tengo que correr de un lado al otro del campus. Ascensor primero, escalera mecánica después, y aparece la superficie, el Fairview Mall y su estacionamiento ante mis ojos. El carro ya está afuera. Una vez del otro lado de la puerta vuelve a rodearme el frío y la nieve que cayó anoche y que se acumuló como la gente en las esquinas del peatonal o en la plataforma del tren, cayendo tan casualmente como las preguntas entre dos desconocidos tan diametralmente distintos como los que acababa de presenciar. Y me doy cuenta que mis ojos miran este mundo nuevo con la misma sorpresa e inocencia de mi primer encuentro con la nieve. Mientras pienso sobre todo esto continúa el trayecto, cada vez más al norte, donde hay cada vez más nieve. Joyce tenía razón: cae sobre los vivos y los muertos, los tejados y los árboles, las autopistas y las bibliotecas y lo cubre todo por igual con el mismo manto mágico. Pero hay distintos modos de ver esa nieve y el mundo que ella cubre. Quizás para mí es divertido ver las cosas así como lo hago. En mi mochila, mis guantes siguen húmedos.

(Noviembre 2008)