Parece una distinción más que obvia y, sin embargo, esta noche (bueno, hoy a las 20:44, aún con luz natural dadas las bondades del verano en las latitudes extremas) ambas ciudades podrían confundirse. Así como dos mujeres con el mismo color de cabello y el mismo abrigo pueden transformarse en la misma, vistas de espaldas, el manto de niebla que cubre a ambas ciudades hace que se hermanen, aunque sea tan solo por unas horas, o lo que tarde en disolverse la lluvia.
El verano este año es tibio y húmedo. Nada mal. Con el mundial las calles se llenan de autos con distintas banderas. La gente anda por las calles con un sentido de propósito más evidente; se le ve más ligera, quizás en flor. El invierno sabe esconder todo eso bajo las capuchas, los abrigos, las botas y los guantes. Un paraguas no sabe cómo llevar a cabo esa tarea: un paraguas es casi romántico en comparación.
El solsticio tuvo lugar hace cinco días. Los días no acaban nunca, y mi complejo de girasol se regocija a viva voz y en silencio, dependiendo de la ocasión. Midsummer, según los que aquí moran. Yo sigo con la costumbre sudamericana de contar el inicio de las estaciones al ritmo de los solsticios y equinoccios. Ahora se acortan los días, cada día unos segundos. Antes de que pueda darme cuenta estaremos en setiembre, y de ahí todo es cuesta abajo; una cuesta anaranjada y roja, tostada por el otoño, y eventualmente llena de nieve y lodo.
A veces escribo sin un propósito en particular. Es más: la mayoría del tiempo empiezo a escribir sin saber a dónde pienso llegar con el ejercicio, sin ver más allá de un párrafo o una línea o dos. Hoy es uno de esos días. No sé como terminaré éste párrafo, sólo espero que llegue a buen puerto. Pero a veces hay días en que se abre una puerta inundada de luz, con la idea perfecta para continuar el relato, la palabra exacta para la rima de aquella poesía, una dicha secreta y silenciosa que acaba con esa angustia tan prosaica.